Por Dios y por España

Por Dios y por España

En su afán destructor, la Ley de Memoria Democrática ha fijado un nuevo objetivo: la cruz situada en el Paseo de Germanías en Elche.

De entre las mayores vulgaridades que se escuchan «en los tiempos de ahora», que diría Quevedo, destaca la de llamar pollo al escudo empleado durante el régimen que precedió al actual, transformación «de la ley a la ley» de aquél. Calificar de pollo al águila de San Juan dice mucho de quien así la denomina. Viene este comentario a cuento por el hecho de que en Elche se pretende demoler una cruz erigida el 13 de agosto de 1944, año en el cual, el águila isabelina, empleada por el franquismo en un intento de conectar con la España histórica tan ajena a la revolucionaria, estaba en plena vigencia.

La cruz en cuestión, se alza desde entonces en el Paseo de Germanías, revuelta mitificada y retorcida hasta ajustarse, al igual que ocurre con la de las Comunidades de Castilla, a ideologías pretendidamente alejadas de alborotos señoriales, propios del Antiguo Régimen, en definitiva. Casi ocho décadas después de su instalación, sobre la cruz ilicitana se cierne la demoledora amenaza de la Ley de Memoria Democrática, transformación de la zapateril Ley de Memoria Histórica que reabrió heridas y avivó resentimientos. Que obligó a muchos a volver la vista sobre sus abuelos para, en ocasiones, resignificarlos con el objetivo de construir un linaje acorde con las exigencias de la empresa radicada en la madrileña calle Ferraz. Agarrados a dicha ley, durante la pasada legislatura, el PSOE y Compromís rechazaron una moción presentada por el Partido Popular para blindar un símbolo consagrado «A los caídos por Dios y por España», dedicatoria intolerable para unas formaciones que cultivan el mito de la burguesa II República (española).

Derrotados en las urnas, los socialistas han mostrado su rechazo a las pretensiones del gobierno municipal, configurado por el PP y VOX, que ha decidido remodelar la plaza eliminando el centro de (particular) interpretación sobre la Guerra Civil que se pretendía abrir en el refugio antiaéreo sito en la plaza, a la que, como consuelo socialdemócrata, quieren dar el nombre del primer alcalde de la actual democracia coronada: el socialista Ramón Pastor. Insatisfecho con esta concesión, el PSOE ha recurrido nada menos que al excorazonista Ángel Gabilondo, hoy Defensor del Pueblo, para derribar un símbolo que, desde las filas del actual ejecutivo, se considera «de reconciliación», pues luce una aséptica desnudez, desprovisto de los lemas que la completaron en su día. Solícito ante el requerimiento de sus compañeros de partido, don Ángel, que colgó los hábitos hace cuatro décadas después de atravesar una profunda crisis de fe, ha emitido un informe favorable a la retirada del monumento por ser «contrario a la memoria democrática». Para aumentar la presión sobre el gobierno municipal ilicitano, los socialistas han reclamado a Europa y han apelado a los Derechos Humanos para encontrar un argumento supraestatal con el que llevar a cabo el deseado derribo.

El caso de Elche es uno más dentro de la gran operación de damnatio memoriae selectiva desarrollada por el ausente PSOE, que se dio cuenta, hace dos décadas, de la mezcla de complejos e ignorancia que paralizan a gran parte de la sociedad española. A partir de entonces, monumentos, placas, nombres de calles y cruces, con la de Cuelgamuros a la cabeza, son los blancos favoritos de cierto sector de la sociedad española, rabiosamente antifranquista en 2024, que se enardece con el vocablo «nacionalcatolicismo» sin reparar en que fueron elementos clericales los principales inductores de la mitificada Transición. Una Transición para la que fue diseñado el PSOE, marca encargada de transformar y coordinar el mosaico de cacicazgos y secesionismos en que se ha convertido España. Obsesionados con el particularismo, afectados por un anticlericalismo selectivo, pues la clerigalla secesionista está a salvo de cualquier crítica, los partidos autodefinidos como «de izquierdas», aborrecen, a despecho de sus supuestas raíces marxistas, cualquier pulsión centralista, razón por la cual tratan de demoler todo vestigio de aquel Nuevo Estado cuyos cimientos comenzaron a fraguar antes del 1 de abril de 1939, tiempo en el cual se adoptó el escudo que tan infantiles mofas desata en ciertas zonas de confort.

Sea como fuere, más allá de su operatividad política inmediata, la eliminación de estos elementos escultóricos del espacio público, también de sus lemas, tiene efectos que van mucho más allá de los ligados a las filias, fobias y monomanías de ciertos iconoclastas. Su erradicación dificulta el entendimiento de lo ocurrido en aquel tiempo, las motivaciones que llevaron a muchos españoles a empuñar las armas y el contexto en el que se dio la Guerra Civil española que, en modo alguno, fue una contienda estrictamente fratricida, pues los dos bandos españoles no fueron los únicos implicados en la guerra. La guerra enfrentó intereses prosaicos, pero también mitos y creencias que solo se pueden rastrear a partir de los documentos y monumentos que han llegado hasta nuestros días. «Caídos por Dios y por España» es un rótulo que remite a la idea del Dios católico, un Dios mucho más reconocible para los españoles de hace casi un siglo, que su alternativa: el ateísmo científico que, pretendidamente, unía a quienes, en muchas ocasiones, no pasaban de ser furibundos anticlericales. «Caídos por Dios y por España» obliga también a abordar la idea de España o, por mejor decir, las ideas de España que operaban en ambos bandos, algunas de las cuales siguen vivas hoy. La controversia, que se podría condensar en el orteguiano «Dios mío, ¿qué es España?», se daba, incluso, dentro del bando que se acogió a la idea de Cruzada, pues no tenían la misma idea de España los falangistas, tempranamente decepcionados con Franco, que los requetés. El bando nacional, en el que convivían republicanos y monárquicos, liberales y tradicionalistas, estaba unido, sobre todo, contra un tercero: el Frente Popular, en el cual, el entusiasmo del centralismo soviético cohabitaba con secesionismos difícilmente tolerables más allá de los Urales.

Ocho décadas después, la pugna por el mantenimiento o eliminación de estas reliquias va mucho más allá de nostalgias y de impostadas luchas contra un fascismo inexistente. Para la España asimétrica y multinivel, la presencia de estas cruces es, a un mismo tiempo, una necesidad y un incómodo obstáculo, pues en ella, todo es perspectiva.

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