Grupos intelectuales han juzgado el valor de la víctima dependiendo de quien fuera el que le puso el cañón contra la sien, políticos se han dedicado a profanar tumbas, a distorsionar y mancillar la memoria de quienes murieron con leyes que vulneran y perjudican la búsqueda de la verdad.
El día 31 de julio de 1936 a las siete y media de la tarde, Ramiro de Maeztu y Whitney era detenido por una brigada mixta de milicianos y policías. Días antes, la noticia de la sublevación militar le había sorprendido mientras se encontraba en la redacción de Acción Española, revista que agruparía desde el 15 de diciembre de 1931 a intelectuales de corrientes tanto tradicionalistas, como católicas y monárquicas de España. Maeztu estaba ejerciendo de director de la publicación desde marzo de 1934, por lo que invertía gran parte de su tiempo allí.
Ante el despliegue represivo y de control civil que las autoridades republicanas, en colaboración con milicias de partidos y sindicatos con sus propias cárceles privadas o checas, Ramiro de Maeztu se había refugiado en casa de su discípulo y amigo José Luis Vázquez Dodero. Allí sería detenido y, después, trasladado el 2 de agosto a la cárcel de Ventas “por fascista, se le ocupó un recibo a su [sic] nombre de la jefatura de FE como miembro de la misma”.
Maeztu no había militado en Falange ni participado en la sublevación militar, pero su conocida desafección al régimen republicano le puso en el punto de mira de los temerosos a una teórica Quinta Columna o, con simpleza, ante quienes le profesaban odio por lo que representaba: un líder intelectual e ideólogo de la derecha antirrepublicana. Ramiro sabía que podía ser presa de venganzas en cualquier momento. En el número 25 de la revista mensual Vencer, publicada en febrero de 1939, su amigo Eugenio Vegas Latapié manifestaba en su artículo “Hombres del Imperio Español. Ramiro de Maeztu” que el literato vitoriano confesaba a sus amigos íntimos “no una ni dos veces”: “¡Me matarán! ¡Me matarán! ¡Me doy por muerto! ¡Me pegarán cuatro tiros en una esquina! ¡Sí! ¡Sí! ¡Me aplastarán como a una chinche contra mi biblioteca!”
De forma casi profética, Maeztu había augurado lo que el destino le deparaba: plomo y pólvora. En los primeros días, su esposa Alice Mabel Hill había estado intentando su liberación a través de la Embajada británica y de las amistades que el matrimonio conservaba en Londres. Las esperanzas de poder sortear un destino incierto eran plasmadas por el vitoriano en la correspondencia que tuvo con el diplomático británico George Ogilvie-Forbes, a quien le manifestó el 26 de septiembre que “El miércoles último se me tomó declaración por vez primera y espero no ser procesado, por no haber intervenido en la sublevación militar, cuyo estallido me cogió de sorpresa. En fin, dentro de pocos días sabré yo lo que se haya decidido”. En efecto, Maeztu declaró el 23 de septiembre ante un juez instructor. Lo curioso es que su investigación por rebelión militar siguió abierta y no fue cerrada hasta marzo de 1937, cuando su cuerpo, pero no su alma, había sucumbido ante el terror y las balas.
La noche del 28 al 29 de octubre de 1936, miembros del Comité Provincial de Investigación Pública, conocidos por las famosas checas de Bellas Artes y Fomento, se presentaron en la cárcel de Ventas con una orden de traslado firmada por el director general de Seguridad, el socialista Manuel Muñoz Martínez. Bajo el pretexto de ser transferidos a la cárcel de Chinchilla, 32 prisioneros fueron “sacados” sin sus pertenencias durante la madrugada.
Sin embargo, el destino para el que fue el “defensor de la Hispanidad”, y para los otros 32 reos, fue otro muy distinto: las tapias del cementerio de Aravaca. Sus anfitriones no fueron los guardias de un nuevo presidio, sino un pelotón de ejecución. Así, de forma sumaria, sin juicio con todas las garantías legales ni condena, los disparos de los fusiles y las ametralladoras pusieron fin a la vida de Ramiro de Maeztu, que dijo a sus asesinos: “Vosotros no sabéis por qué me matáis, pero yo sí se por lo que muero: ¡para que vuestros hijos sean mejores que vosotros!”.
Junto a Maeztu cayeron otras personalidades que no habían combatido, como Ramiro Ledesma Ramos, fundador de las JONS. Los restos de ambos descansan hoy en el Cementerio de los Mártires de Aravaca, en compañía del resto de asesinados aquella noche. Allí, han esperado entre el olvido y la profanación, siendo el sepulcro vandalizado en varias ocasiones, apareciendo pintadas como “Pilláis hasta muertos ¡viva la anarquía!”.
La sociedad, con colaboración oficial, se ha dedicado a olvidar a muchos inocentes, entre los que hay importantes nombres, y a ensalzar a otras víctimas de la barbarie de la Guerra Civil, como al poeta granadino Federico García Lorca, quien también merece un innegable respeto. Grupos intelectuales han juzgado el valor de la víctima dependiendo de quien fuera el que le puso el cañón contra la sien, políticos se han dedicado a profanar tumbas, a distorsionar y mancillar la memoria de quienes murieron con leyes que vulneran y perjudican la búsqueda de la verdad. Por ello, y recurriendo a las últimas palabras de Maeztu, debemos preguntarnos ¿han sido los hijos de los ejecutores mejores que ellos?