El Tribunal Supremo ha dictaminado que utilizar la raza como criterio para decidir quién accede a la universidad es desde ahora ilegal. De este modo se pone fin a la llamada “discriminación positiva” en los Estados Unidos.
La discriminación positiva ha caído. La noticia es de esas que, aunque quizás no acaparen las portadas de nuestros medios, tienen un enorme impacto en la vida de la todavía primera potencia mundial. Nos referimos a la sentencia del Tribunal Supremo estadounidense “Students for Fair Admissions, Inc. v. President and Fellows of Harvard College” en la que, por 6 votos contra 3, el pasado 29 de junio se dictaminó que las preferencias raciales en los procesos de admisión a colegios y universidades violan la cláusula de “igual protección” de la 14ª Enmienda. Utilizar la raza como criterio para decidir quién accede a la universidad es desde ahora ilegal. De este modo se pone fin a la llamada “discriminación positiva” en los Estados Unidos.
Para entender la magnitud de lo que acaba de sentenciar el Supremo, hay que echar la vista atrás al menos hasta 1964, el año en que se aprobó el Acta de Derechos Civiles que prohibía la discriminación en instalaciones públicas y en establecimientos privados de pública concurrencia, como restaurantes y hoteles. También se prohibía la discriminación laboral por motivo de raza, credo, sexo u origen nacional. Estas medidas, de elemental justicia y que no provocan discusión alguna, fueron también la excusa para que el poder federal encontrara legitimación para ampliar su capacidad para inmiscuirse cada vez más en la vida de personas e instituciones.
Amparados por el Acta de Derechos Civiles, ya en 1971 se empezaron a poner en práctica los programas de acción afirmativa y las políticas de discriminación positiva. Hay quienes han sostenido siempre lo que ahora ha sentenciado el Supremo, esto es, que es abusivo sostener que esos programas encontraran legitimación en el Acta de Derechos Civiles. El senador y vicepresidente demócrata Hubert Humphrey declaró en su día: “si alguien puede encontrar en el título VII del Acta de Derechos Civiles de 1964 una sola frase que sugiera que un empresario deberá contratar sobre la base de un porcentaje o de una cuota relativa al color, raza, religión u origen nacional, prometo comerme todas sus páginas, una tras otra, porque eso no está ahí”. Es más, los críticos de la discriminación positiva han señalado reiteradamente que cualquier imposición de un “equilibrio racial” viola de hecho el Acta, pues obliga a la empresa o institución educativa a contratar/admitir o rechazar potenciales empleados/alumnos en base a su raza.
Lo que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos acaba de dictaminar es precisamente la prohibición del uso de preferencias raciales en el proceso de admisión a colegios y universidades. Esta sentencia nace de las dos demandas que Students for Fair Admissions (Estudiantes por unas admisiones justas), un grupo que representa a estudiantes asiático-americanos presentó contra la Universidad de Harvard y contra la Universidad de Carolina del Norte, a las que acusaba de discriminar en base a la raza para favorecer principalmente a negros e hispanos, perjudicando así a los candidatos asiáticos.
A pesar de que la imagen que se nos suele dar en nuestro país de la discriminación positiva es buena, quienes la experimentan en sus vidas, los estadounidenses, están desde hace tiempo en contra: los resultados de una encuesta de Pew Research publicada a principios de junio de este año reveló que el 82% de los encuestados no cree que la raza o la etnia deban ser un factor a tener en cuenta en las admisiones universitarias. Más interesante aún: el 71% de los encuestados negros y el 81% de los hispanos también sostienen esa opinión. No es de extrañar, pues, que cuando las preferencias raciales han sido llevadas a las urnas, hayan sido rechazadas: los californianos las han rechazado en dos ocasiones, en 1996 y en 2020, mientras que, en Michigan, en 2006, también se votó a favor de prohibirlas. En realidad, a los grandes defensores de la discriminación positiva hay que buscarlos en la administración de muchas universidades, especialmente en los llamados departamentos de «diversidad, equidad e inclusión», que se han extendido por los campus de gran parte de las universidades estadounidenses y que promueven determinadas preferencias raciales en la contratación universitaria, en la selección de quién es invitado a impartir conferencias y en otras actividades universitarias.
No hay que ser un lince para entender el mecanismo, en vigor en las universidades norteamericanas durante el último medio siglo, que al dar preferencia a minorías raciales o étnicas ha tenido como resultado que se hayan admitido a alumnos que no estaban preparados para las exigencias de esas instituciones. El resultado, previsible, es que estos estudiantes obtienen calificaciones más bajas, tienen más probabilidades de abandonar los estudios y tienen menos probabilidades de tener éxito en sus futuros trabajos. Un ejemplo real bastará para comprender el pernicioso efecto de la discriminación positiva: nos referimos al conocido como caso Bakke (Regents of the University of California v. Bakke). Allan Bakke era un estudiante que intentó entrar en la facultad de Medicina de la Universidad de California, pero no lo consiguió ni en 1973 ni en 1974, a pesar de tener calificaciones muy superiores a las de otros alumnos que sí fueron aceptados. La causa: los programas de discriminación positiva que reservaban cuotas para minorías raciales. Cuando Bakke llegó hasta el Supremo, aunque con algunas matizaciones, éste avaló las políticas de discriminación positiva. Pero lo más triste del caso es lo que ocurrió con el alumno negro que fue admitido en vez de Allan Bakke, Patrick Chavis. Tras abrir una consulta ginecológica en Compton, un gueto negro en California, vio cómo el Colegio de Médicos le retiraba su licencia médica debido a su “incapacidad para llevar a cabo algunas de las obligaciones básicas exigibles a un médico”. Este hecho tuvo lugar después de que una paciente, Tammaria Cotton, se desangrara y sufriera un ataque al corazón que le causaría la muerte como consecuencia de que Chavis le hubiese practicado una liposucción. Obviamente hay muchos y muy buenos estudiantes negros e hispanos que seguirán accediendo a las mejores escuelas y universidades, pero aquellos que no tienen el nivel requerido ya no podrán acceder gracias a su raza.
En la sentencia, ha llamado la atención la potente y razonada posición particular en contra de la discriminación positiva del juez Clarence Thomas (que, para quienes no lo sepan, es negro). Vale la pena detenerse en sus palabras pues sus argumentos superan los límites de lo estrictamente norteamericano y resuenan también con fuerza en nuestro país. Escribe el juez Thomas que:
“Las políticas de admisión de las universidades son una forma caótica de favoritismo basado en la raza y diseñado para garantizar una particular mezcla racial en sus aulas. Esas políticas van en contra de nuestra Constitución y del ideal de igualdad de nuestra nación. En resumen, son clara y osadamente inconstitucionales… Aunque soy dolorosamente consciente de los perjuicios sociales y económicos que ha sufrido mi raza y todos los que sufren discriminación, mantengo una viva esperanza de que este país esté a la altura de sus principios: que todos los hombres han sido creados iguales, son ciudadanos iguales y deben ser tratados por igual ante la ley.
¿Cuál sería, entonces, el punto final de estas políticas de discriminación positiva? No la armonía racial, la integración o la igualdad ante la ley. Más bien, estas políticas parecen conducir a un mundo en el que todo el mundo se define por el color de su piel, exigiendo cada vez más derechos y preferencias sobre esa base. No sólo es exactamente el tipo de faccionalismo contra el que la Constitución pretendía salvaguardarnos, sino que es un faccionalismo basado en arenas movedizas.
La solución a los problemas raciales de nuestro país no puede venir de políticas basadas en la discriminación positiva o en cualquier otro concepto de equidad. El racismo, simplemente, no puede deshacerse con otro tipo de racismo o con más racismo. Al contrario, la solución está inscrita en nuestra Constitución: que todos somos iguales, y debemos ser tratados igualmente ante la ley, independientemente de nuestra raza”.
Pero si Clarence Thomas argumenta con solidez, también sabe polemizar con brillantez, como cuando desnuda la pobreza argumental de una de sus colegas:
“La juez Jackson, en lugar de centrarse en los individuos como tales, basa su opinión discrepante en la subyugación histórica de los negros estadounidenses, invocando brechas raciales estadísticas para argumentar a favor de definir y categorizar a los individuos en función de su raza. En su opinión, todos estamos inexorablemente atrapados en una sociedad fundamentalmente racista, que nace con el pecado original de la esclavitud y la subyugación histórica de los negros estadounidenses, que aún hoy determina nuestras vidas. La panacea, nos aconseja, es seguir sin cuestionamientos la opinión de ciertos expertos y la reasignación de la riqueza en la sociedad en base a criterios raciales. Yo estoy totalmente en desacuerdo. Según la juez Jackson la raíz del problema está en el legado de la esclavitud y en la riqueza heredada. Según ella, esto condena a los negros a ser una aparentemente perpetua casta inferior. Tal visión es irracional; es un insulto a los logros individuales de muchos negros y es cancerígena para los jóvenes que buscan superar barreras en lugar de quedar atrapados en el victimismo permanente”.
Por su parte, el presidente Biden no defraudó y ofreció una muestra más de su sectarismo y su falta de respeto hacia las instituciones de su país. En una rueda de prensa celebrada tras el anuncio de la sentencia, Biden declaró que la decisión era “una grave decepción para tanta gente, incluido yo… No podemos permitir que esta decisión sea la última palabra”.
Si algo está demostrando el Tribunal Supremo estadounidense con sus últimas sentencias es que no existen, para bien o para mal, últimas palabras. Pero discriminar por raza, aunque los beneficiados sean los “buenos” y los perjudicados sean los “malos” (blancos, pero sobre todo asiáticos), es racista y, desde ahora, ilegal en los Estados Unidos. Veremos si los colegios y universidades toman nota y acatan la sentencia o si intentan saltársela con múltiples ardides que provocarán, con toda seguridad, una explosión de litigios.
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