UE: ¿cesión o confiscación de soberanía?

UE: ¿cesión o confiscación de soberanía?

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Solo en los últimos meses, la Unión Europea ha legislado sobre libertad de los medios de comunicación, inteligencia artificial, una identidad digital europea, violencia machista, normas para “restaurar la naturaleza”, la brecha salarial entre hombres y mujeres, paridad en consejos de administración de empresas, presentación de criterios de sostenibilidad para las empresas y hasta ha propuesto un certificado europeo de “parentalidad”. Y es sólo una muestra poco representativa. ¿Algo más? Sí, mucho más. Con el pretexto del “Estado de derecho” ha obligado a Hungría a modificar los mecanismos internos de atribución de casos entre las salas de su Tribunal Supremo (caso paradigmático de micro intervencionismo) y pretende influir sobre la educación sexual de los menores húngaros, castigando financieramente a Hungría por prohibir la teoría de género.

Ante éste frenesí legislativo y político, cabe preguntarnos si los Estados miembros conservan todavía alguna competencia. ¿Callan y/o otorgan ante esta vorágine o han concedido un mandato explícito para que Bruselas se transforme en un Leviatán centralizador? En otras palabras, ¿a qué se debe esta hiperactividad ¿Tiene la UE un mandato o, por el contrario, viola su marco de competencias?

La duda no ofende, porque el apetito legislativo de la UE choca frontalmente con dos de las reglas de oro del proyecto europeo, tan cruciales como denostadas, enunciadas en el artículo 5 del Tratado de la UE: “toda competencia no atribuida a la Unión en los Tratados corresponde a los Estados Miembros” y “en los ámbitos que no sean de su competencia exclusiva, la Unión intervendrá sólo en caso de que, y en la medida que, los objetivos de la acción pretendida no puedan ser alcanzados de manera suficiente por los Estados miembros”, el sutil y preciado principio tomista de la subsidiariedad. Es decir: que en el marco de las competencias que comparte con los Estados (que son la inmensa mayoría), la UE solo debe actuar si demuestra que está mejor situada que éstos.

Si la UE se tomara sus propios principios en serio, ¿hubiera adoptado esa retahíla de leyes intrusivas en solo unos meses? ¿De vedad está la UE mejor situada para garantizar la libertad de prensa o impedir la violencia familiar? Obviamente no, lo que supone que estos principios cardinales no son más que reliquias y que hoy en día, bajo varios pretextos y artimañas, la UE se convierte a cámara lenta en un poder centralizador que viola sus propias reglas con el beneplácito de unos gobiernos que venden su soberanía nacional y sus intereses a precio de saldo.

¿Cuáles son estos pretextos? Principalmente cuatro. En primer lugar, la aplicación misma del principio de subsidiariedad, una carga de la prueba de la que la UE se sacude como un trámite administrativo de unas cuantas páginas en sus propuestas legislativas sin justificar seriamente porqué ella está mejor situada. Es decir, una pantomima de subsidiariedad, porque una cosa es invocarla y otra, muy diferente, justificarla con hechos y argumentos sólidos.

Segundo, la UE ha adquirido la mala costumbre de retorcer las bases jurídicas que definen su marco competencial. En teoría, el mandato de la UE está descrito en los artículos de los Tratados, allí se recoge con cierta claridad qué competencias tiene (las exclusivas) o podría (las compartidas) ejercer. Cierto, un reparto de competencias no son matemáticas y admite interpretaciones siempre y cuando no sean descaradamente arbitrarias y fantasiosas como ocurre demasiado a menudo en la UE. El último ejemplo de “creatividad jurídica” es precisamente el reglamento sobre la libertad de los medios de comunicación. Como el Tratado no contiene ni la más remota referencia a este ámbito que la UE, en su afán mesiánico, se empeñó en regular, recurrió al artículo 114 cuya función es adoptar medidas “que tengan por objeto el establecimiento y el funcionamiento del mercado interior”. ¿Qué tiene que ver la libertad de los medios con el mercado interior? Muy poco, por no decir nada, pero suficiente para sacarse una competencia de la chistera sin mandato alguno y para sentar un precedente muy peligroso, un cheque en blanco para que la UE legisle sobre lo que le venga en gana con esta excusa peregrina. Porque, si la libertad de prensa depende del mercado interior, ¿qué no depende del mercado interior? Pues ya está.  

El tercer atajo jurídico, cada vez más utilizado, es la cansina invocación de los “valores europeos” y del Estado de derecho, nociones genéricas y ambiguas cuya gran ventaja reside en no tener que justificar ningún mandato concreto para actuar, basta con esgrimirlas para considerar cualquier asunto nacional como una amenaza potencial a esos valores. Una versión apenas más sofisticada del supremacismo moral, tan supremo él, que hasta prevalece sobre el derecho. Gracias a ello, la UE se ha construido una competencia a medida de sus ambiciones ideológicas, de su intervencionismo y de su afán centralizador cuyos mejores ejemplos son (¡oh, sorpresa!) una gran parte de la letanía de infracciones contra los gobiernos conservadores de Polonia y Hungría.

Cuarta artimaña, que viene de la mano de la anterior, es la condicionalidad financiera, es decir la posibilidad de congelar los fondos europeos cuando unas supuestas violaciones del estado de derecho pudieran afectar el presupuesto europeo. Una cosa es impedir el fraude y la malversación de los fondos europeos, y otra muy distinta es politizar el presupuesto común y transformarlo en amenaza ideológica como ocurre en la actualidad sin que casi nadie se inmute. El caso de la educación en Hungría (un ámbito, por cierto, que el mismo tratado reconoce como exclusivamente nacional) es especialmente revelador: según la mismísima Comisión, la ley húngara que prohíbe la promoción de la homosexualidad y la teoría de género para los menores es una de las causas por las que Bruselas sigue bloqueando billones a Budapest. Y la exclusión de 180.000 estudiantes húngaros de Erasmus y Horizon responde al insólito razonamiento de que la presencia de un diez por ciento de políticos (¡que dimitieron hace un año!) en los patronatos de las universidades, como ocurre en casi toda la UE, es en sí una violación del Estado de derecho que podría hipotéticamente, algún día, afectar el presupuesto europeo. Con razonamientos jurídicos así de grotescos, ¿por qué molestarse en ir a la Facultad de Derecho? Quizás para percatarse de que un castigo colectivo, por infracciones imaginarias que viola la presunción de inocencia, en nombre del Estado de derecho es una peligrosísima distopia y la receta perfecta de la arbitrariedad. Arbitrariedad que la UE acaba de refrendar con luz y taquígrafos con el nuevo Gobierno polaco: si al anterior bloquearon 137 mil millones de euros por violaciones “sistémicas” del Estado de derecho que parecían irresolubles, al recién elegido le ha bastado unas promesas para desbloquear dichos fondos. Parece ser que España no es el único país en el que el Estado de derecho dependa del color del gobierno…

Todos estos atropellos tendrían mucho menos recorrido si el árbitro judicial, en nuestro caso el Tribunal Europeo de Justicia, no fuera juez y parte asumiendo sin demasiados complejos un sesgo federalista que refrenda la aplicación negligente del principio de subsidiariedad, la distorsión de las bases jurídicas, la supremacía de los valores sobre los principios jurídicos y la condicionalidad financiera por espuria que sea.

La historia de los últimos setenta años es, entre otras, la de la distorsión a fuego lento de la misión y funcionamiento de las organizaciones internacionales creadas después de la Segunda Guerra Mundial. De organismos de cooperación entre naciones, que se han convertido en mecanismos de dominación de las naciones. En el caso de la UE, dado su profundo grado de integración, esta perversión es todavía más sangrante. De la idea inicial de cesión de soberanía bajo el control de los Estados miembros, hemos pasado a una lógica imparable de confiscación con el beneplácito o la complicidad de las élites nacionales. ¿Síndrome de Estocolmo globalista o traición de las élites? En cualquier caso, una deriva que urge atajar para que la UE deje de cavar su propia tumba.

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