Hace unas semanas, caminando por Londres, recordé de repente la escueta y certera definición de totalitarismo que nos dejó Hannah Arendt: “sistema que tiende a la totalidad”, una tiranía que no se limita a la esfera política y se entromete en lo más íntimo y privado, una ideología sofocante sin ángulos muertos. Concretamente, sucedió cruzando un paso de peatones en Trafalgar Square.
En el disco del semáforo no brillaba solo un color o una silueta; no, lo que parpadeaba como el ojo de Gran Hermano era el símbolo del movimiento transexual, un círculo que combina una flecha, una cruz, y una mezcla de ambos. Me quedé anonadado pensando que, además de los programas infantiles, los anuncios de marcas deportivas o de yogures y las marquesinas de autobuses, ni siquiera unos banales semáforos debían escapar a la voracidad totalitaria de este culto.
Porque de eso se trata, de un culto. En la poblada galaxia woke sobran ideologías delirantes, pero ninguna (con la excepción de los animalistas, capaces de comparar un matadero con un campo de exterminación o una mosca con un ser humano) tiene un ADN tan totalitario como la del colectivo “Trans”. Curiosamente, al ver la interminable lista de gobiernos, organizaciones internacionales y empresas multinacionales que les apoyan a pies juntillas, me quedé aturdido pensando que la magnitud de este fanatismo es proporcional a su influencia: los postulados más delirantes de una ínfima minoría de activistas se han convertido de repente en el santo y seña del capitalismo woke y del globalismo. ¿En detrimento de quién? Éste es precisamente el peligro: en detrimento de casi todos y de casi todo.
En detrimento de la realidad, en primer lugar, porque el principal dogma del culto trans es negarla tajantemente, sobre todo en su vertiente más obvia, la biológica. ¡Ilusos humanos, creímos durante cientos de miles de años que nacíamos hombres o mujeres y resulta que todo era una construcción social, una conspiración milenaria a escala planetaria! ¡Al diablo las irrefutables pruebas científicas! Aquí mandan la percepción y el narcicismo, incluso en las revistas académicas y las universidades más prestigiosas. El género es múltiple, fluido y todo lo que les antoje. Y probablemente queden todavía unos cuántos por descubrir además de los 56 que Facebook propone en su página.
Recomiendo a cualquier espíritu crítico pensárselo dos veces antes de poner en duda las verdades Pravda del colectivo trans, porque la segunda víctima colateral de este delirio es la libertad. Recordar lo obvio y alzar la voz se ha convertido en un deporte de alto riesgo que puede llevar al ostracismo social y laboral. Las hordas de cibertroles fanatizados suelen aprovechar la pusilanimidad de empresas e instituciones para condenar a los disidentes a una pena de muerte social por crimen de lesa-transfobia. Y funciona, hasta con las vacas sagradas de la izquierda como J.K. Rowling, que dinamitó su aura en un par de tweets recordando (¡oh, transblasfemia!) que el sexo es una realidad biológica. Ahora, caída en desgracia, la consideran una vil “TERF” (trans-exclusionary radical feminist) a la que hasta los actores que lanzó a la fama han retirado el saludo. Cobardes. Sí, porque la locura trans tiene la lucidez táctica de aprovechar al máximo la cobardía de las élites que temen más la verdad que una campaña en Twitter y prefieren el postureo mediático a la equidad. Por colonizar, los trans han colonizado hasta la neutralidad de instituciones y del espacio público. Con las armas del victimismo y la intimidación, han conseguido que sus dogmas se conviertan en el patrón oro de la corrección política. Hasta la US Army (cuya capacidad de reclutamiento ha caído en picado) impone utilizar sólo los pronombres “adecuados”.
Pronombres, hablemos pues del lenguaje, otra víctima colateral de la furia trans, la herramienta de cohesión social por excelencia convertida en arma de intimidación masiva con una destreza que dejaría pasmado al propio Orwell. Conocemos la secuencia clásica woke: invocar la “inclusión”, la “diversidad” y la “igualdad” como arma arrojadiza y limitar el debate político entre “empáticos” y “fóbicos” sin demasiados matices. Los trans perfeccionan el engranaje con palabros de cosecha propia como el demoledor “TERF” o los cínicos “cuidados afirmativos”. Y, sobre todo, con los sibilinos “pronombres”, el caballo de Troya de la ideología de género que dinamitan tanto el idioma como la autoridad de progenitores y de maestros. Así, por negarse a utilizarlos, éstos acaban en la cárcel o pierden la custodia de sus hijos.
Estos disidentes son los centinelas que alertan acerca de una ignominia médica en toda regla, las consciencias morales que la mayoría solo escuchará mañana, cuando el mal ya esté hecho. Porque los “pronombres” son a menudo la antesala de mutilaciones y secuelas psicológicas irreversibles. No nos engañemos, detrás del grotesco “niñas, niños y niñes” de Irene Montero o los muy de moda “they/them”, está en juego la salud mental y física de las principales víctimas del nihilismo de género: los niños y los adolescentes. Desde la más temprana edad, profesores o activistas (que a menudo se solapan) arrollan la inocencia de miles de niños instilando sibilinamente el veneno de la confusión de género y sexualizándoles sin pudor en nombre de la lucha contra los “estereotipos”. Y, de paso, les quitan horas lectivas para aprender y formarse: ¿y si la creciente ideologización fuera proporcional al derrumbe de los resultados académicos en el mundo occidental? Pregunta retórica. Esta semilla ideológica brota luego en adolescentes con la inestimable ayuda de escuadrones de influencers que pululan por las redes sociales y de medios de comunicación que banalizan y ensalzan los mandamientos trans. Con resultados asombrosos: según un estudio reciente de un think tank estadounidense, en 2020, un 20% de jóvenes americanos se consideran “LGBTI+”, un 11% más respecto a 2008. Y con una accesibilidad pasmosa: invito al lector a realizar una sencilla búsqueda con los términos “top surgery” en Youtube para percatarse de que la propaganda más nociva está a escasos clicks de adolescentes indefensos.
Así verá que éstos gurús no solo “deconstruyen” a los más vulnerables, literalmente les destruyen. Hablemos sin rodeos, detrás de la cortina de humo de la “identidad de género” y de la patraña de los “cuidados afirmativos”, se esconde la sórdida realidad de mutilaciones corporales irreversibles sobre personas vulnerables, inmaduras, a menudo con problemas mentales y cuya única dificultad, en muchos casos, es descubrir su homosexualidad o ser sencillamente adolescentes deprimidos e inseguros.
Bien, pues ¿qué respuesta les ofrecen tantos “profesionales”? Dobles mastectomías (ablación de pechos), vaginoplastias (ablación del pene), histerectomías (amputación del útero y de las trompas), inyecciones de hormonas, de bloqueadores de pubertad como el Lupron (un fármaco originalmente prescrito para castrar a delincuentes sexuales). Hablamos de psicólogos que recomiendan mutilaciones para tratar problemas mentales, de médicos que esterilizan químicamente a adolescentes y de cirujanos que extirpan órganos completamente sanos. Una distopia que aporta pingües beneficios y que algunos tienen la desfachatez de anunciar hasta en TikTok, con sonrisa incluida. Una deriva totalitaria por la cual personas de confianza convierten a jóvenes desnortados en los conejos de indias de su propio fanatismo amparándose en el “consentimiento” de menores de edad, incluso de niños tal y como lo reflejan las propias estadísticas de la siniestra clínica Tavistock de Londres que las autoridades británicas (por fin) acaban de cerrar.
Y, finalmente, recordemos que la locura trans también constituye un ataque frontal contra las mujeres, porque sus gurús niegan su existencia, las humillan, las denigran y hasta las fuerzan. Ni siquiera los Talibanes llaman a las mujeres “seres menstruantes”, “individuos con cervix”, o “personas con vagina”. La negación de la realidad asociada al dogma de la diversidad nos obliga a todos, todas y todes a reconocer como derechos los deseos más disparatados de una ínfima minoría, frutos de un narcisismo enfermizo. Por eso, a día de hoy, compiten hombres con mujeres en campeonatos de natación, se imponen baños “neutros” en espacios públicos o trasladan a hombres “en transición” condenados por violación a cárceles de mujeres… Que acaban violando. El rodillo trans incluso ha canibalizado el movimiento LGBTI, una sopa de letras que esconde una auténtica guerra civil entre gays y lesbianas, por un lado, y trans y “queer” por el otro. ¿Y quién gana? Los más fanáticos, obviamente, y por goleada. Recientemente, un colectivo de lesbianas fue expulsado en Cardiff de una manifestación del Orgullo por la policía para “garantizar la seguridad” de los participantes. Y la última moda es exigirles que vayan más allá de sus “prejuicios” y consientan a acostarse con “mujeres trans” aunque luzcan barbas de hipster y tengan la masa muscular de un peso pesado.
Esta lista no es, desgraciadamente, exhaustiva. La furia trans también destruye familias ya que persigue aislar a los hijos de sus padres y minar su autoridad. Es igualmente perniciosa para los pacientes que genuinamente padecen disforia de género, que ven con horror cómo un problema médico real, complejo y doloroso que supone medicarse de por vida. Se banaliza hasta lo grotesco para imponerlo como remedio milagroso a personas vulnerables. Recomiendo leer testimonios de adultos transexuales o de personas trans arrepentidas para percatarse de la barbaridad que supone que menores tomen decisiones de extrema gravedad sin tener la más mínima madurez para entender y asumir las consecuencias.
Sobran, pues, motivos de alarma. Un mínimo de sentido común y de honestidad intelectual llevaría cualquier gobernante a cortar de raíz este escándalo médico y social del que la mayoría complaciente de hoy se avergonzará amargamente mañana. Resulta, pues, incomprensible que a la luz de éstos hechos irrefutables, la administración Biden siga con su chantaje financiero contra los estados que se oponen al adoctrinamiento de género, que el gobierno francés extienda la prohibición de las terapias de reconversión al “género” o que el gobierno Sánchez permita la “autodeterminación de género”.
Como ha sucedido con tantos delirios de la extrema izquierda, la historia no les absolverá. Los adolescentes mutilados y sus padres, todavía menos. La nueva frontera del totalitarismo se viste de azul, rosa y blanco y bajo colores alegres esconde la cara más sórdida del nihilismo de género. Totalitrans.