Una (des)unión cada vez más estrecha

Una (des)unión cada vez más estrecha

La ambición de la UE ha sido siempre trascender las leyes ancestrales de la política, nos dice el último libro de Stefan Auer. Si el bloque quiere sobrevivir, debe empezar por respetarlas.

He aquí una doble paradoja. Los móviles fundacionales de la Unión Europea (UE) -llamémoslos en griego su telos— están conociendo una doble inversión. El bloque se concibió inicialmente como proyecto federalizador —“una unión cada vez más estrecha”, según el preámbulo del Tratado de Roma de 1957— a la vez que se mantenía geopolíticamente indefenso. Lo que ha acabado ocurriendo es más bien lo contrario. La UE se ha convertido en un actor geopolítico de pleno derecho que a su vez se conforma con el actual punto muerto de la integración europea. Entre la crisis de la eurozona de los años 2010 y la actual invasión rusa de Ucrania, los acontecimientos han puesto la arquitectura europea del revés. La profundidad de esta revolución tiene en vilo a periodistas, académicos y decisores en Bruselas y en las capitales nacionales.

Es posible que Stefan Auer duerma peor por ello. Como antiguo —y probablemente futuro- beneficiario de la prestigiosa Cátedra Jean Monnet de estudios europeos, Auer es un astuto observador de las dinámicas institucionales del bloque, una aptitud afinada con la distancia crítica que le han dado sucesivas cátedras en Australia y Hong Kong. Se conecta a nuestra reunión por Zoom desde la segunda, donde vive con su mujer e hijos, rodeado de montones de papel, que sugieren una mente inquieta trabajando sobre un tema complejo. Alagado por mi interés en su último libro, La desunión europea (2022), se muestra aún más dispuesto a debatir con Glyn Morgan, su archi-némesis intelectual, en un episodio venidero del podcast Uncommon Decency que presento, embarcado en su quinta temporada. Yo también me muero de ganas.

En 2000, el filósofo político de Princeton Jan-Werner Müller, preguntaba en un libro sobre la vida intelectual alemana tras la reunificación de ese país: “podemos decir que, si Europa funciona, ¿Carl Schmitt se equivocó?” En El concepto de lo político (1933) —publicado un año antes de incorporarse al partido Nazi— el jurista alemán impugnó la noción neutral-utópica, que impregnaría más tarde el proyecto europeo de la posguerra, según la cual se puede vaciar la política de animosidad bélica. En su lugar, Schmitt teorizó el conflicto como un rasgo ineludible de la naturaleza humana. “Soberano”, escribió Schmitt, “es aquel que decide sobre la excepción”. Cuando Müller escribió en la víspera del lanzamiento del euro, la UE parecía encaminada a desmentir a Schmitt en ambas cuestiones. En este sentido, Auer califica la UE de proyecto “anti-schmittiano”.

En efecto, al canalizar las disputas interestatales por el derecho y al situar la guerra fuera del campo de los posibles, la UE dio razón —contra el axioma antropológico de Schmitt— a todo un linaje de pensadores idealistas, desde Kant hasta Kojève, que postularon que “la razón hace el poder”, y no lo inverso. En primera fila de éstos, Hans Kelsen teorizó en las entreguerras el potencial de Europa de “integrarse a través del derecho”. Pero fue esto mismo lo que precisamente se convirtió en la principal debilidad del bloque, algo que Auer llama la “sobre-constitucionalización”, casualmente lo que Schmitt adscribía a la República de Weimar en su día. Al atajar cuestiones políticas por medios tecnocráticos -Auer argumenta-, la UE hace que todo cambio sea únicamente conseguible a través de cambios en los tratados o acuerdos ad hoc, por lo tanto, alimentando a la bestia euroescéptica.

Todo ello ha colocado a Europa -prosigue Auer- en un movimiento de balancín entre dos extremos sobre los cuales versa su libro: la tecnocracia y la política de excepción. Dicho de otra forma, la democracia europea está siendo erosionada por la alternancia entre “el recurso excesivo al formalismo legal” —la forma privilegiada de legislar en la UE— y las “transgresiones populistas contra la independencia judicial”, la reacción que dicha forma de legislar genera en capitales como Varsovia o Budapest. Esta “pugna entre el gobierno tecnocrático y la política de emergencia” -apunta Auer en la conclusión- se ha visto intensificada por el retorno de la guerra al continente, a medida que los líderes europeos han invocado medidas de emergencia para aliviar la misma dependencia del gas ruso que décadas de integración europea no han conseguido reducir.

En otras palabras, la soberanía es aquel bumerán del que Europa creía haberse desecho, pero que ha vuelto por la puerta trasera. El bloque pretendía sublimar el conflicto schmittiano que impregnaba la política europea de entreguerras, pero en su lugar acabó creando lo que Auer llama “una simbiosis entre la racionalidad tecnocrática y el atractivo populista de los refractarios”. En esta tierra intermedia de nadie, la democracia supranacional es una vana pretensión, y algo peor, se convierte en un garrote con el que burócratas desconectados de la realidad castigan a aquellos países que producen resultados electorales indeseables, como está pasando actualmente con Hungría y su porción del fondo de recuperación post-covid. Auer llama a esto la “tiranía de los valores”, o el “liberalismo schmittiano revanchista”.

Dada la naturaleza sui generis de la UE, cuesta ubicar las respuestas. Auer empieza por desmentir el mito euro-federalista que asimila la integración europea al marchar de una bicicleta: o progresa, o muere. Defiende que más integración no es siempre deseable, y que los líderes europeos a menudo pasan por alto el usar la pata de cabra de la bici dejando la integración en pausa mientras las cosas vuelven a su lugar. Auer también disiente del consenso académico en su disciplina, según el cual la UE “fracasa hacia delante” —que sólo las crisis conducen a la unidad europea-. En su lugar, defiende que una nueva cohesión europea puede encontrarse en el “nacionalismo liberal” al que estamos asistiendo en Ucrania. “Reconciliar la Europa bruselense de los procedimientos burocráticos en tiempo de paz con la Europa de la lucha existencial” -nos dice Auer- es imperativo si la UE quiere entrar en sintonía con sus ciudadanos.

Una subregión sirve de ejemplo concreto. En un discurso reciente en Praga, el canciller alemán Olaf Scholz evocaba “la tragedia de Centroeuropa”, una referencia al ensayo de 1984 de Milan Kundera, en la que el novelista checo lamentaba el rapto soviético de una región cuyo corazón estaba en Europa Occidental. En lugar de practicar lo que Ivan Krastev llama “la política de imitación”, Auer recomienda a los cuatro países de Visegrado como modelo para la UE. Dichas simpatías resultan refrescantes viniendo de un académico germanoparlante, y su oposición a los mecanismos de condicionalidad para privar a Polonia y Hungría de su parte de los fondos post-covid hace de Auer la excepción en su campo. El reto que lanzó Polonia a la supremacía del derecho europeo a través del dictamen de su Corte Suprema en el caso K 3/21, nos dice, es demasiado importante como para dejárselo a los juristas y ha de ser resulto políticamente.

La visión idealista de una democracia popular supranacional, en resumidas cuentas, ha resultado ser una quimera dada la falta de un demos europeo. También ha puesto de manifiesto una “paradoja de la soberanía” —los estados miembros han cedido demasiado poder a la UE como para que sus políticas sean independientes unas de otras— y han creado lo que Auer llama “un desajuste entre capacidades y expectativas”. Por lo tanto, en lugar de servir de modelo de gobernanza supranacional, la conjura misionaria de crear una unión cada vez más estrecha a pesar de estas deficiencias estructurales ha reducido el atractivo del liberalismo occidental en su conjunto. Si dicho liberalismo, en defensa del cual se erige la UE, se propone sobrevivir, debe ir de la mano de un patriotismo robusto -nos dice Auer-. Si los ideales europeos no se adaptan al molde del estado-nación, la alternativa es una desunión cada vez mayor.

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