El país padece hoy las consecuencias de una dirigencia que no asume la responsabilidad de su fracaso.
Si algo queda claro es que, después de 23 de años de chavismo en el poder, su permanencia en él no es sólo por su propia labor, sino por la sistemática acumulación de errores de una dirigencia opositora que reiteradamente se apropia de una supuesta representación de los venezolanos, pero que en la práctica los ha condenado.
El país padece hoy las consecuencias de una dirigencia que no sólo retrata las mismas caras de hace más de 20 años, sino que no asume la responsabilidad de su fracaso. Lejos de apartarse cuando las cosas han salido mal, terminan por reafirmarse y sostenerse como si el fracaso fuera un premio o un reconocimiento. En cualquier guerra, cuando no se logran los objetivos, los mandos asumen su responsabilidad y se apartan, cargando con su fracaso a cuestas. En Venezuela pasa todo lo contrario: voltean la mirada como si nada hubiera pasado y van acumulando derrota tras derrota mientras el país se diluye entre la desesperanza y la decepción. Esa clase política que no reconoce errores ni asume responsabilidades hoy se ha acomodado y es parte de un sistema del que se favorece y del que no pretende salir. Eso no puede continuar.
No puede continuar porque Venezuela es un país que se debate entre la vida y la muerte y entre la miseria y el afán normalizador que algunos quieren vender. La realidad supera cualquier intento de estabilizar a un país destruido, donde muchos sólo vislumbran su huida y donde nadie asume la responsabilidad de la tragedia. Lejos de ser la solución, muchos en esa dirigencia opositora son parte del problema porque en realidad no son opositores, sino que simulan luchar contra algo, mientras son parte de eso. Quienes han tenido la tarea de conducir políticamente a la oposición durante este tiempo no pueden seguir siendo los baluartes de los intentos perdidos o del eterno conformismo de haber hecho algo y nada más. Cada error, sin responsables, se ha traducido en exilio, en frustración y en daño irreversible para muchos.
Oportunidades han existido, pero la errática conducción política se ha encargado de desaprovecharlas y de desecharlas por múltiples razones. En los momentos en los que más cerca se ha estado de derrotar al régimen, esa dirigencia ha optado por desviarse, aliviar la presión y cohabitar con quienes han llevado al país a su situación más extrema. Incomprensible, pero, sobre todo, inaceptable.
La más reciente de esas oportunidades se ha visto materializada en eso que se ha denominado gobierno interino: la justificación legal y legítima para ocupar el vacío de poder que dejó el régimen al decidir convocar una falsa elección presidencial en 2018 que derivó en que ese régimen terminara usurpando el poder al mantenerlo secuestrado. Como nunca, el gobierno interinó logró tener para sí el reconocimiento de más de 60 países, el apoyo popular, la legitimidad institucional y hasta los recursos para alinear una serie de esfuerzos que derivaran en una transición. No obstante, el gran error de ese esfuerzo, una vez más, fue haber confiado la conducción política a la supeditación de las funciones de ese gobierno a la voluntad de cuatro partidos que dicen, todavía, ser la verdadera representación de la oposición, cuando saben que desde hace mucho dejaron de serlo. Su argumento es que son los cuatro partidos con más votos en 2015, cuando la oposición obtuvo la mayoría del parlamento que hoy sigue siendo reconocido como legítimo. Esos partidos saben que su realidad, como la del país, ha cambiado siete años después y que políticamente son minoría frente a más del 80% de la sociedad que exige un cambio de rumbo.
El haber condicionado el funcionamiento del gobierno interino a esos cuatro partidos terminó por amarrarlo a intereses de actores que no son oposición y que infiltraron toda intención genuina de salir del régimen. Hoy, con irregularidades y denuncias a su alrededor, la reputación y credibilidad de ese esfuerzo se ha venido a menos por preferir convivir con intereses partidistas en lugar de apostar a la liberación de Venezuela.
Es por eso que en días recientes María Corina Machado decidió hacer un planteamiento al país, después de la farsa electoral del pasado 21 de noviembre: debe haber una nueva conducción política y esa conducción debe ser elegida por la gente y no asumida por partidos que usan el chantaje como método para perpetuarse en la dirección política sin dar resultados y sin hacerse a un lado a pesar de fracasar.
Deben ser los venezolanos los que, entre las opciones que decidan concurrir a un proceso organizado por la sociedad civil y sin interferencia del régimen, elijan la ruta que creen propicia para salir de inercia en la que el país está hoy y quiénes serán los responsables de liderar esa ruta. No debe ser el régimen el que decida su oposición, ni tampoco los corruptos que con su dinero sucio impongan a quienes les convenga. Aquellos venezolanos de bien, éticamente comprometidos con el cambio, podrán ser parte de una iniciativa amplia que derivará en nuevos compromisos y nuevas metas para liberar al país de las mafias que lo tienen secuestrado.
La propuesta de Machado dista mucho de ser una primaria presidencial. Esa no es la prioridad y quien piense en eso no ha entendido nada o es parte del régimen. La propuesta pretende que sean los ciudadanos que le den legitimidad a la conducción política y que, con ello, la comunidad internacional tenga elementos de convicción y de acción para apoyar lo que debe ser la alineación de fuerzas internas y externas que logren presionar al régimen, entendiendo su naturaleza criminal, para acelerar su salida a través de una negociación de verdad que termine en una transición a la democracia. Con dirección, con legitimidad y con interlocución, no sólo se renovaría el liderazgo, sino que se asumiría definitivamente una ruta sin dilaciones ni distracciones, coherente con lo que se enfrenta y decidida a hacer todo para lograr el objetivo. Esa conducción debe convencer al mundo a los propios venezolanos de hacer lo que corresponde hasta que el régimen se vaya, no convalidando sus trampas, sino enfrentándolas efectivamente.
Es un clamor de los venezolanos. De todos, incluyendo los más de seis millones que han tenido que huir y cuyo derecho a la identidad y a elegir ha sido negado reiteradamente. Ellos cuentan y mucho y deben ser actores fundamentales en la escogencia de la ruta y del liderazgo, pues en conjunto con los venezolanos en el país, serán clave en el acompañamiento de todos los mecanismos de lucha que se empleen alrededor del mundo para lograr la libertad del país. Esta propuesta invita a todos los que quieren salir del régimen, sin más que esperar, incluso a los de esos partidos cuyos dirigentes nacionales se han entregado, pero donde hay liderazgos medios y de base que quieren algo distinto. Se trata, pues, de una propuesta coherente y necesaria, donde cada vez son menos las opciones que nos quedan, pero donde luchar sigue siendo la principal; nunca rendirse o normalizar la tragedia.
Los venezolanos sabemos que el tiempo se nos acaba y que no podemos seguir perdiéndolo. La justicia debe prevalecer, como la verdad. El liderazgo responsable debe asumir las riendas para que Venezuela pueda ver, más temprano que tarde, su libertad. Aquellos que han fallado deben hacerse a un lado y asumir su responsabilidad.
Su momento terminó. Les corresponde a otros intentarlo, conscientes de los desafíos y riesgos, pero comprometidos a prevalecer, en un ejercicio de amplitud y de profunda convicción. El país lo agradecerá.