Terminó hace unas semanas en Dubái otra cumbre climática a la que han asistido nada más y nada menos que 75.000 asistentes de los cinco continentes. No es de extrañar que, tal y como sucedió en el COP 27 en Sharm el Sheikh, los precios de la noche en los hoteles hayan superado los 3.000 dólares y no hubiese ni una sola mesa disponible para reservar en los glamourosos y selectos restaurantes de Dubai; sólo Nigeria, uno de los países más pobres del mundo, ha desplazado más de 1.400 delegados con sus correspondientes gastos en dietas, hoteles, etc.
Hace tiempo que el cambio climático se convirtió en una nueva religión para la izquierda global en la que, a diferencia de las religiones regulares, sus ceremonias y reuniones han perdido toda solemnidad para convertirse en poco más que un obsceno circo de intereses mediáticos y políticos en donde de lo último en lo que se preocupan esos nuevos sacerdotes es de lo que deberían: el progreso material y la mejora del bienestar en el planeta. El abanico de medidas consideraras en la COP 28 van desde las tradicionales aportaciones monetarias de los países ricos a fondos climáticos a otras actuaciones estrambóticas y peligrosas, como eliminar la carne o imponer impuestos a la ganadería. Nuestro país puede presumir de que, en un alarde de quijotismo y esperando quizás desviar la atención mediática de otros vergonzosos menesteres nacionales, ofreció 25 millones de euros a un nuevo fondo para “sufragar los daños climáticos” del que no se sabe ni siquiera sus cometidos ni acciones pero que, a pesar de ellos, fue celebrada por el Gobierno y por la prensa afín. Qué fácil es sentirse ecologista y solidario con el dinero que no es propio y que no cuesta ganarlo.
Y esto contrasta con la actitud realista de otros países que se niegan a perder competitividad o soberanía energética. Ya no hablamos sólo de China o la India, sino de países como Indonesia, Turquía o Sudáfrica, que han aumentado el consumo de carbón o, sin ir más lejos, el caso de Alemania que, ante una crisis energética sin precedentes, ha vuelto a quemar carbón para poder tratar de evitar las potenciales carencias de suministro eléctrico y paliar la inevitable pérdida de competitividad de su industria. O también se ha de mencionar la posición pragmática de los países productores de petróleo que, como Emiratos Árabes Unidos, han mostrado por activa y por pasiva que no van a renunciar a la producción de hidrocarburos y que, hoy por hoy, un mundo sin petróleo sería peor.
Y es que todo lo que rodea a estas cumbres es en sí absurdo. Lo que empezó con el protocolo de Kioto, y ahora con el Acuerdo de París, no es más que la pretensión neomarxista de controlar y planificar la actividad económica mundial y la de asumir más y más recursos ajenos. La supuestamente inminente amenaza climática provocada por las emisiones de CO2 se ha convertido en un dogma global que no tiene nada que ver con la ciencia, sino con un acto de fe. De hecho, tímidamente empiezan a aparecer voces discordantes con todo este despropósito que cuestionan abiertamente el engendro de normativa internacional y a toda esa selecta casta de viajeros globales privilegiados a los que les ha tocado la lotería de participar en estos eventos y pensar que están salvando al mundo.
La prueba de esta farsa es que, si de verdad les importase el clima y las emisiones de CO2, si estos jetas profesionales genuinamente creyeran que existe una inminente crisis climática, todos coincidirían en apoyar la energía nuclear, la única capaz de producir energía de forma masiva, económica y sin las emisiones de CO2. Huelga decir que, en España, a pesar de su dependencia energética, del creciente riesgo de falta de suministro eléctrico y de los elevados precios energéticos, el actual Gobierno está decidido a cerrar progresivamente el parque nuclear. Con relación a esto, sorprendentemente ha sucedido algo en este COP que quizás puede darnos algo de esperanza puesto que más de 20 países, incluyendo Estados Unidos, Francia y los Emiratos Árabes Unidos, acordaron el ambicioso objetivo de triplicar la producción de energía nuclear hasta 2050 para ayudar en la descarbonización del planeta.
Ante esta situación de intereses divergentes y de políticas dispares dos cosas se ponen de manifiesto. La primera es la indiferencia de los supuestos ecologistas y los responsables de esta cumbre por las personas más desfavorecidas del planeta. Tal y como ha apuntado el conocido ecologista danés, Björn Lomborg, existen prioridades y medidas mucho más urgentes que contribuirían a salvar muchas vidas y a mejorar los niveles de desarrollo mundial en muchos ámbitos. ¿Por qué no se habla de ello y se realiza un análisis de coste-beneficio de las medidas y de las consecuencias de las políticas inspiradas en el supuesto cambio climático?
La segunda cuestión, unida a la anterior, es lo que va a suponer para todo el planeta el coste de las medidas que se están planteando. Reducir la producción de carne o gravar con impuestos las actividades de ganadería o agricultura es justo lo contrario de lo que necesita el planeta para combatir el hambre en el mundo. Prescindir de determinados combustibles primarios como el carbón o el petróleo supondrá un encarecimiento mayor de las fuentes energéticas con el consiguiente perjuicio para los más desfavorecidos. Como ejemplo claro podemos observar que, mientras Holanda paga a sus agricultores y ganaderos para que abandonen las tierras, un incremento del 5% en los precios de los cereales en los mercados mundiales podría suponer en países como Egipto inseguridad alimentaria e inestabilidad política.
Digámoslo claramente, todo el COP y toda la estructura institucional, mediática y material en torno a la amenaza climática es profundamente inmoral. Mientras favorece a una casta de políticos, pseudocientíficos, y periodistas aparentemente comprometidos, se condena a millones de personas a la precariedad y a la miseria. En un planeta sin abundancia de alimentos, con millones de personas sin acceso al agua potable, sin energía de calidad, es inaceptable que la prioridad sea evitar una crisis climática que no existe.
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