La campaña contra Evian o la persecución de políticos o intelectuales que denuncian la situación de Francia, que alertan sobre la gravedad de la existencia de comunidades islámicas fuera de la ley, es el resultado de la incorreción islámica ante la corrección globalista.
Decir que Francia vive tiempos de zozobra es como asegurar que el cielo es azul o que el sol se pone por el oeste. Una obviedad de tales proporciones que acabaría con la carrera de cualquier periodista o analista político. Y con razón. Pero no deja de sorprender la velocidad de vértigo con la que nuestro país vecino se acerca al precipicio.
La empresa de agua mineral Evian recomendaba hace unas semanas el consumo de agua a los franceses. Una indicación que va en línea con todas las directrices sanitarias y que, en una sociedad normal, no habría causado ni el más mínimo revuelo. Sin embargo, la anormalidad social francesa hace que los mensajes más inofensivos y neutros, aquellos que hace unos años pasaban completamente inadvertidos, se conviertan en una ofensa para ciertos colectivos, en este caso la población musulmana.
Al final Evian se tuvo que disculpar por tratar de promocionar su producto y un hábito saludable de vida. La publicidad y la salud están bien y son fomentadas por las autoridades, pero siempre que no coincidan con el Ramadán. Porque entonces los musulmanes ponen el grito en el cielo y hacen suyo aquel dicho popular español de “si no es para mí, no es para nadie”.
El asunto, que podría quedar en anécdota de tratarse de un hecho aislado, es el retrato más preciso de la realidad que vive Francia por más que ahora, ahora sí, Emmanuel Macron se lleve las manos a la cabeza. El poder del islam es tal que cualquiera que no se arrodille ante sus reclamaciones es tachado inmediatamente de “islamófobo”, perseguido socialmente y, en algunos casos, atacado de forma violenta.
Porque no es la corrección política la que hace que Evian pida perdón por promocionar sus productos y recomendar hábitos de vida saludables. La corrección política llevó a los políticos, a los medios de comunicación y a muchos franceses a negar durante décadas los peligros del crecimiento del islamismo en Francia y el fracaso de las políticas de asimilación. Había que guardar silencio ante lo que ocurría en los barrios y ocultar las agresiones, el tráfico de drogas o los asesinatos. Había que acoger a los recién llegados y tratar de adaptar a los que llevaban generaciones viviendo a espaldas del país. Había, en definitiva, que hacer lo correcto. Lo que las élites consideraban correcto.
Mientras la corrección se extendía por el país, ciertas comunidades musulmanas avanzaban en su afán por controlar territorios, primeros pequeñas calles y después barrios completos, impulsar el islamismo y controlar los centros de rezo y educación. Una incorreción política y social que, años después, ha triunfado en Francia y ante la que las autoridades poco pueden hacer.
Porque mientras unos se empeñan en ser correctos hasta la estupidez, otros saben que la incorreción es el sendero que hay que transitar para lograr la mayoría social y después política con que justificar la imposición de un modelo de sociedad.
Por eso Macron en su anunciado plan contra el “separatismo islamista” no menciona en ninguna ocasión la palabra islam. La campaña contra Evian o la persecución de políticos o intelectuales que denuncian la situación de Francia, que alertan sobre la gravedad de la existencia de comunidades islámicas fuera de la ley, es el resultado de la incorreción islámica ante la corrección globalista.
Y en esas está Francia, pero también Reino Unido, Bélgica Alemania o España. Porque el problema islámico es un problema común. Una afrenta a la supervivencia misma de la vieja Europa, hoy en peligro, que corre el riesgo de desaparecer en las próximas décadas. Al menos tal y como la conocemos.
Hoy los europeos tienen dos opciones, dos modelos de civilización por los que decantarse: el modelo de las élites o el modelo de los patriotas. Nunca una elección fue tan crucial.